miércoles, 9 de marzo de 2011

Capítulo XVI. Concierto.

En la puerta del Subliminal había un grupo de gente variopinta, principalmente jóvenes, que buscaban entrar de una manera u otra o que, simplemente, estaban esperando a alguien. Claudia había llegado antes, como siempre, y no estaba sola. Muy animada, hablaba con un par de chicos de su edad que no logró adscribir, por su aspecto neutro, a ningún grupo de los que pululaban por allí. Fumaba con su estilo peculiar, aspirando fuerte con la cabeza hacia atrás y dejando que el humo brotase de lo más hondo del cuerpo. Reía. A la luz azul y roja del neón, su pelo oscuro se balanceaba con gracia, girando con los movimientos del cuello, escuchando en la misma postura inconfundible con que prestaba atención. Coqueteaba. ¿Coqueteaba o se trataba de una inofensiva “charlita con coleguillas de toda la vida”, como habría dicho ella misma? Santiago se acercó, la saludó con un par de besos y le preguntó cómo estaba la cosa, si entraban ya o qué. “Sí, claro”, respondió Claudia. “Ya deben haber acabado los Siete Viudas”. Luego le susurró, “Córtate un poco, ¿eh?”.
            Claudia, como conocedora del ambiente, hizo de vanguardia. Cambió un par de palabras con los gorilas de la puerta, que al ver sus carnés de prensa les abrieron paso sin más problemas. Luego se dirigió a una sala diminuta, antiguo mostrador que hacía las veces de oficina. Se encaró con el encargado, que revisaba tacos de entradas y paquetes de monedas, y le comunicó que pasaría al backstage para hablar un rato con algún empleado de montaje. De paso, mintió, harían la crítica del concierto. Al gafotas engominado le pareció de perlas. Dio las gracias y fueron hacia la sala. Antes de pasar por una de las puertas forradas en rojo con ventanillo para espiar el interior ya notó el eco sordo de una música de fondo que sonaba a un volumen excesivo. Entraron.

            Era, evidentemente, un antiguo teatrito de varietés. El escenario, más ancho que profundo, conservaba a la vista la tramoya envejecida y retazos de aparatos inservibles, proyectores de luz, cuerdas, focos antediluvianos, carteles de entreguerras, cachivaches roñosos que sin duda no se habían molestado en retirar cuando remozaron el local y luego resultó que daban mucho ambiente. Por lo demás, todo estaba como el día en que se abrió, salvo la barra forrada de cuero rojo que recorría el fondo del patio y el resto de frontales de palcos y escenario, más las inexistentes butacas de lo que ahora era pista de baile. Los mismos desconchados, las manchas de humedad en el techo y las barras curvilíneas de madera africana. Incluso el escenario de tablas parecía gruñir y combarse al paso de los operarios, cinco o seis individuos de aspecto menos fornido de lo que suponía, que se afanaban en desmontar los instrumentos del grupo anterior. Alguno podía ser incluso drogata, a juzgar por la profundidad de sus ojeras y las extrañas manchas disimuladas con tatuajes en los brazos. Al parecer, la actuación de los teloneros había terminado. “Mejor”, pensó Santiago. “Así nos evitamos la tabarra”.
—¿Sabes cuál de éstos es? -preguntó Santiago a grandes voces que se perdieron entre el estruendo.
—Ni idea. Pero luego pasamos al backstage y preguntamos.
—¿Qué?
—Que me dijo Dioni que tenía que quedarse un buen rato en el backstage y luego hablaríamos. Tiene que revisar el equipo y cargarlo en la furgo.
—¿Dónde dices que está?
—Detrás. Donde los controles y la gente de apoyo. Backstage, le llaman.
—¡Ah! -respondió sintiéndose un anafabeto-. Buena música, ¿verdad?
—¿Te gusta?
—Psché.
—Ya me parecía dijo-. Son indies americanos de la zona de Seattle. No valen mucho, pero como están a la sombra de los buenos, cuelan.
—Eso pasa hasta en las mejores redacciones -bromeó-. Siempre hay un Casasús.
—Es que el cadáver de Cobain vende mucho -continuó, haciendo como que no le entendía-. Mira por dónde, ésta que suena ahora es la cantante de los Hole.
—Sí, ¿eh?
—La viudita de Kurt -explicó evitando en lo posible la pedagogía.
—Me alegro tanto -repuso mientras oteaba la barra con intención de acercarse a la primera oportunidad-. ¿Hace una cerveza?
            Claudia y Santiago se acercaron al escenario esquivando a los grupos de adolescentes que se empezaban a arremolinar. Entre ellos había de todo. Encontró gran variedad de perillas de chivo y camisetas amplias con leyendas en británico. Las chicas vestían ropa desteñida con lejía y pantalones  ceñidos o sueltos con grandes desgarrones. Eso, a pesar de que aún no era verano. Sin embargo, dentro del local la temperatura era alta y al poco tuvo que despojarse de la americana. Claudia le preguntó si no tenía ropa más apropiada para una actuación. “¿Qué ropa tenía que haber traido?”, replicó Santiago. “No sé, ¿no tenías frac?”, dijo ella mirando al tendido.
            Ni se molestó en buscar una salida ingeniosa. “Qué más da el vestuario si llegas a un local y no reconoces la música que estás oyendo, no ves a nadie de tu edad y todo parece que estuviera descolorido o misteriosamente acelerado. La extrañeza no proviene de las pintas que uno se gaste, y la verdad es que aquí se ven muchas peores”, pensó.
—Venga, tío, no me mires como si fuera marciana - dijo Claudia -. Ya sé que no es cuestón de venir con los peores tejanos, pero traerte la americana del trabajo, hostia, Santiago, es que das el cante.
—O sea, -le dijo Santiago- que te da vergüenza estar conmigo. Por mí no te preocupes. Vete con tus amigos y ya nos veremos cuando haga falta. Yo me quedo en la barra, que es lo propio de mi edad.
            Y, a pesar de las protestas de Claudia, que al final se hartó de discutir y acabó mandándolo al guano, hizo lo prometido. Vio cómo se juntaba con unos seis o siete, entre los que estaban los de la puerta. También había dos chicas, una de ellas muy mona, con las que mantuvo una conversación, cosa admirable a causa del ruido de fondo. Poco después se apagaron las luces, todo el mundo silbó y gritó excitado. Salieron los músicos al escenario, conectaron los instrumentos y comenzó la actuación. Eran dos los guitarrristas, que además cantaban. Uno, de cabellos largos y moreno; el otro, con una maraña breve pintada de zanahoria y más bien esquelético. Parecía el líder. Por último, estaban el batería y el teclista. Tendría unos diez años más que sus compañeros, a juzgar por las entradas que le daban un aire entre divertido y vergonzoso. Servían para acompañar. El sonido no era malo, las voces se escuchaban con nitidez y los espectadores de las primeras filas empezaron a botar en cuanto se oyó la primera canción reconocible. Para ellos, claro. Y para Claudia y sus amigos, a quienes atisbaba periódicamente, de acuerdo con el ritmo de cierto foco móvil. Incluso coreaban algunos estribillos. El agobiante y dulce “I can dream all day”, el tremendo “But a daily mutilation, a daily mutilation just won’t do” y luego “Extra, extra, bleed all about it” con gran alarde de guitarras distorsionadas y retumbar de batería, que en una versión arrebatada se prolongó durante varios minutos de estruendo y confusión. En el grupo de Claudia ellos cabeceaban sobriamente, manteniendo no sé qué compostura difícil de apreciar. Las dos chicas, más otra paliducha con gafas que en algún momento de oscuridad se les había unido, se agitaban en un ritmo más frenético, sin duda fascinadas por el cantante.
            Tras varias canciones acelaradas en clave cada vez más pop, se detuvieron un momento y el melenas presentó la siguiente en inglés. Se trataba de una balada a medio tempo, “especialidad de la casa”, según oyó a alguien con pinta de enterado y gafas redondas que bebía otra cerveza junto a él. Estaba ilustrando a una chica mucho más joven, evidentemente objetivo de caza, que con su vestidito verde muy ceñido y su maquillaje excesivo parecía dispuesta a triunfar esa noche. “Suerte”, les deseó mentalmente, aunque le pareció que no iban a necesitarla. Y a la balada siguieron varias más, suficientes para que pudiese disfrutar de la música sin desear tapones de cera. Mientras tanto, saboreaba el brebaje sin atisbo ninguno de gas que le habían servido y vigilaba el gentío. Se recordaba a sí mismo diez o quince años antes, cuando ir a un concierto era lo mejor que se podía hacer un fin de semana y aún sentía esa sorda excitación en la base del estómago. Se colocaba junto al escenario y bailaba, saltaba y coreaba cuanta canción tuviese estribillo y cuanto estribillo se pudiese corear a gritos desafinados.
            Sin embargo, la gente relacionada con ambientes musicales, entonces tan del gusto de su amigo Antonio, nunca le había satisfecho. Era una fauna aclimatada a la oscuridad, postiza y facilona, entendida en naderías fácilmente intercambiables por otras que estaban de buen tono esa temporada y luego se disipaban para siempre. Les encantaba demostrar la superioridad de su existencia de modo sutilmente despectivo.Para él eran aire. Y al igual que el humo, se disipaban como si nunca hubiesen existido. Hacía quince años que no frecuentaba lugares como aquel. Cambiaban las caras, la manera de vestir. Pero sus ademanes permanecían herméticos a la rutina espantosa en que se habían convertido. “Porque”, pensó, “a estos sitios no se viene a descubrir nada nuevo, como me sucede hoy a mí por despiste, sino a rememorar, a fundirse con los hechos, a comulgar con versiones concordantes de las ya escuchadas tantas veces. Si no, ¿de dónde surge este tedio inevitable, esta sensación de que todo es lo mismo?
            Cuando la cosa volvía a animarse con la enérgica “Everybody is a fucking liar” y Santiago iba a concluir el análisis con un corolario destructivo, Claudia se separó de su grupo y fue a la barra. Dejó la cerveza vacía, hizo señal de que la siguiera y, como era difícil maniobrar entre la gente y había que abrirse paso a codazos por lo más espeso, le tomó de la mano para no perderse. En la otra llevaba un ducados a medias consumido, para no variar, que de algún modo le guiaba entre la penumbra confusa de la sala y de paso amedrentaba a los remolones. Santiago sintió que en su marcha a través del gentío detenía el tiempo. La música seguía fluyendo, bronca y suave a la vez. Los cuerpos se movían de igual modo eléctrico. Sentía el extremo del ducados como una suerte caracoleante, vivo, que le llevaba por los límites del territorio. Estaba algo ofuscado por el bullicio, pero intuía una finalidad que no era capaz de interpretar. Quizá la esencia consistiera en eso, en dejarse llevar de la mano por una estancia oscura, cálida, en perpetua confusión, aunque sabiendo que el trayecto tenía un límite cierto, una hora de arribada que daría otra luminosidad al desconcierto, que abriría las puertas del backstage, casi sin mirar, a puro tentón, como hizo Claudia porque sin duda ya lo conocía de otras veces. Pensó en ella como groupie del pasado y le hizo una gracia floja, tonta, débil. Era su voluntad...
—Ya estamos -dijo en voz muy alta mientras buscaba el interruptor de lo que parecía un pasillo con escaleras viciosas a un lado.
—No veo ni para jurar –protestó él.
—Espera. Ya lo tengo. Cierra bien la puerta.
            La oscuridad apenas se disipó con una luz pobretona de bombilla que más bien destacaba sombras indefinidas, amarillentas. Sin embargo, fue suficiente para que no se dieran de porrazos por el trayecto accidentado del pasillo. Estaba salpicado de cajas de bebida, baúles viejos y sacos de plástico que les hacían andar esquivando aristas. Dentro, la música se oía densa, como un bajo continuo que repercutía sordo en los oídos. Al final del corredor se levantaban otras escaleras de madera muy pringosas por la edad. Claudia las subió sin titubear, sujetándose los bajos para no engancharse ni mostrar espectáculos indeseables. Una vez arriba, desapareció. Cuando Santiago hizo lo propio, se encontró de bruces con una puerta metálica maciza. La luz se había apagado en ese instante y tuvo verdaderos problemas para encontrar la empuñadura y abrirse paso. Por un instante, le pareció que seguía la estela de perfume de Claudia y eso le hizo acertar con el pestillo.
            Junto a los camerinos de los músicos había otro cuartucho, más basto y peor dispuesto, que debía servir de vestuario a los encargados del montaje. Claudia ya estaba hablando con Dioni. En efecto, era uno de los que había visto antes sobre el escenario trajinando con cables y altavoces. Un individuo chaparro, cejijunto, morenucho y mal afeitado, con varias cicatrices sobre la mejilla y una nariz descomunal que torcía el camino in media res. También mostraba restos de un acné formidable, de los que marcan el rostro de por vida y nunca abandonan cierta tonalidad ambigua cambiante de color según la ocasión. Tenía aspecto de no haber dormido mucho en los últimos días.
—¿Montes? -respondió el Dioni, apurando uno de los muchos botes de cerveza que se veían por todos lados-. Ése era un bujarra del copón.
—¿Cómo lo sabes? -inquirió Claudia mientras empezaba a tomar notas-. ¿Le conociste bien?
—No mucho, pero eso es igual. Yo te digo lo que se oía por el cuartel.
—¿No hablaste con él alguna vez?
—Sí -reconoció-. Pero a mí ni se me acercó, porque me llega a tocar un pelo y le arranco los cojones.
—Te lo preguntaba porque en una carta que envió a alguien de aquí le comentaba que habíais coincidido en el comedor...
—Ah, sí. Una vez que veníamos de supervivencia. O de maniobras, no sé.
—Supervivencia, creo.
—Sí me acuerdo. El pobre se quedó a sopas. Ni cató la comida. Yo estaba con los gemelos de Cáceres y no dejamos ni las raspas. Pero el colega se enrolló de puta madre. Quería saber cosas de las coes, no sé, era simpático. Estos maricones son muy majetes si no les das confianzas.
—¿Tú sabías entonces que era bisexual? -preguntó Santiago.
—No, pero luego, cuando lo del teniente aquel que se cargó el tío, dijeron que era... Yo ya le había visto por los bares de Caldas, siempre con amigos. No sé, pero con la cantidad de tías buenas que había por todos lados, no le vi nunca con ninguna. Joder, allí el que no se jalaba un rosco, fijo que era más feo que Picio o maricón rematado. Seguro que se escondía por ahí con otros de su estilo, en los bares del casco viejo. Había cada sitio que daba miedo entrar. O tendría un piso para hacérselo más tranquilo, porque manejaba pelas. No sé de dónde las sacaría, pero era de los que mejor se lo montaba. No se privaba de nada. Su cenita en la cantina cada noche, sus cañitas en el bar de oficiales, sus salidas todos los fines de semana... Lo raro es que no le dieran la pernocta.
—No la pediría -aventuró Santiago.
—Qué va. Ahí todo el que tenía pasta se las piraba. Si no se la dieron, esa es otra cosa. Pero me juego lo que sea que la pidió.
—¿Quién la concedía?
—El oficial al mando, claro. Normalmente, el capitán de la compañía o uno de los tenientes.
—¿No podría haber sido el teniente Valiño quien le negó el pase y por eso se enfrentaron?
-propuso ella sin mucha convicción.
—Ni idea. Lo único que sé es que cuando lo mató y se echó al monte se decía que fue porque estaba encaprichado con el teniente. Quizá no le haciera ni puto caso y se le cruzaron los cables. Por eso lo pasó a cuchillo.
—¿Y crees que es lógico lo que hizo luego?
—¿El qué? ¿Irse por lo más difícil? ¡Bah! Eso se lo enseñé yo. Le dije rutas escondidas, de las que nos hacíamos nosotros cuando nos daban suelta. Y refugios para la noche. Allí la gente pasa de los militares, y si ven que estás en un apuro te dan un cacho de pan. Toda esa zona la conozco mejor que este cuarto -dijo señalando en círculo-. Me dejas en cualquier sitio y sé volver como si nada. Por eso aguantó casi una semana. Si llega a escapar por carretera, no dura ni dos horas suelto. Le hacen un control y ¡zas!, al talego.
—Al menos, habría vivido. Dime, Dioni -dijo Santiago con un tono deferente que a Claudia le hizo chirriar los dientes-. ¿Tú qué pensaste cuando supiste lo de su muerte? ¿Esperabas que lo mataran?
—Mira, tío. Con la movida que se montó, hasta suspendieron las maniobras. Era una cuestión de honor, ¿entiendes?
—¿O sea?
—Que no lo querían coger prisionero para que a los cuatro años estuviera en la calle. Que no querían que cantara, ¿vale?
—¿Qué podía cantar?
—Mira, tronco, yo sé tanto como tú, pero si con el teniente hubo bacalao, tú ya me entiendes, pues lo mismo no les venía bien que se aireara. Los mandos son muy picajosos con estas cosas. Más machos que ninguno. Aparte, en oficinas militares se sabe de todo, hay papeles firmados...
—¿Qué quieres decir? -preguntó Claudia, sintiéndose como una detective de serie barata.
—¿Qué quiero decir? Pues piensa, tía, piensa. Mangoneo, pelas, enchufes, qué sé yo. Debía saber algo que  molestó al que le mandó pillar. ¿No iba por ahí con la moto haciendo recados?
—Así que crees que fue premeditado, que le dispararon adrede. Vamos, que iban a por él - tradujo Claudia.
—¿Tú sacarías a los perros, pondrías en marcha todo un puto cuartel y pedirías refuerzos y helicópteros por un pringao que no vale una mierda? Qué va, tía. Tú llamarías a la Guardia Civil y que se encarguen ellos, que para eso están. Pero aquí los picoletos sólo se ocuparon de los controles de carretera, y tarde. Las batidas y el tiroteo fueron de los compañeros. Todos menos su propia compañía, por si acaso se escaqueaban.
—Eso no lo sabíamos -dijo Claudia anotándolo.
—¿Por si acaso qué? -insistió Santiago.
—Porque, al conocerle todos y muchos ser colegas, a lo mejor no le querían dar matarile, ¿estamos? Que hay que decir todo a las claras, joder. Iban a por él, ¿vale? Les molestaba y se lo follaron, ni más ni menos -sentenció muy serio-. Y lo que digo es que no hay derecho porque, si era maricón, bastante desgracia tenía, ¿no? A mí nunca me molestó. El teniente ese se lo habría buscado, ¿no crees? El que va con cojos acaba cojeando y el que con niños se acuesta... En fin pasó lo que tenía que pasar.
—Eso es lo que queremos descubrir.
—Era un mal bicho. Un chulo hijoputa, siempre luciéndose en la formación, pidiendo novedades como si fuera un general. Aún me acuerdo de que llevaba un mercedes descapotable. Ya me diréis de dónde sacaba el dinero para un carro así. Son muchos kilos.
—De donde todos... -aventuró Claudia.
—Qué razón tienes, tío -cortó Santiago-. Los soldados, que se jodan y coman mierda, pero ellos tienen que cambiar de buga, dar marcha al cuerpo...
—Y luego, las cartas, porque allí se jugaba fuerte -continuó Dioni-. Había cada timba de cagarse. Por las noches, en el cuerpo de guardia o en algún despacho, la cosa se ponía al rojo. Yo he visto apuestas de millones, fíjate lo que te digo. Millones. Y para mí que eso no sale de un sueldo aunque cobren de puta madre, ¿que no?
—Fijo -asintió Claudia.
—Descarao -replicó Santiago.
            Y así siguieron un rato largo, hasta que en la sala cesó la música, se oyó gran griterío y luego música otra vez. “Los bises”, dijo Claudia. Dioni sacó más cervezas de la nevera, bebieron a gusto y les contó que sus planes de retirarse al campo y criar animales los había pospuesto hasta que ganara algo de dinero con la música. “El campo está muy chungo si no tienes capital para el principio. Y luego, si vienen malas, hay que aguantar...”, dijo. También rememoró la semana en que Montes se logró zafar de sus perseguidores. Su grupo volvía de una marcha cuando el operativo de búsqueda ya se había organizado y por ello quedó excluido. De hecho, les hicieron presentar armas y lanzar salvas en el funeral del teniente. Son un cuerpo de élite y eso da fuste y relieve a cualquier ceremonia. Pero él sabía que, a pesar de las baladronadas de los que prometían una caza rápida, les iba a resultar complicado dar con él. “Si nos hubieran mandado a nosotros, otro gallo les habría cantado”, aseguró. “Pero llevaron a críos que no habían estado nunca en el monte, no sabían seguir un rastro ni tender una emboscada y les dio una buena paliza. Natural”. Por lo tanto, no le parecía extraño que tardaran seis días en acorralarle contra la costa. “Y si le pillaron fue porque quiso. Yo te digo que no necesitaba salir de un par de sitios seguros y ni con perros ni con helicópteros le encontraban hasta que quisiera. Lo que pasa es que es pavo tenía obsesión por llegar hasta el mar y así le ligaron. Para mí que medio se dejó atrapar”.
            En un primer momento no hicieron mucho caso a las palabras de Dioni. A Santiago no le resultaba fiable como informador en cuanto dejaba los recuerdos vividos para dar opiniones sobre hechos que de algún modo le implicaran, porque le veía crédulo, porfiado y torpe. Pero durante un buen rato, de nuevo en la sala, estuvo dándoles vueltas en la cabeza como la explicación más verosímil de una huida que desde el primer instante no tenía futuro. ¿Y si en realidad hubiera llegado a donde él quería desde el comienzo? ¿Y si el asesinato del teniente hubiese sido algo muy meditado, como el detonador de una situación que no admitía marcha atrás? Comentó a Claudia estos pensamientos. Ella contestó que le parecían plausibles pero, mientras no tuviesen pruebas o testimonios fiables, no pasaban de ser una posibilidad como todas las demás.
—Entonces, ¿no te sirve de nada todo lo que nos ha contado Dioni? -le dijo Santiago.
—Sí me sirve. Por lo menos, sabemos qué puede haber sucedido. Hasta ahora no teníamos más que la versión oficial, que da unas motivaciones ridículas.
—Reconozco que el tipo este no es muy fiable, pero menos da una piedra. Además, la idea de que buscase el mar parece lógica. ¿No dijo que de pequeño solía ir a esa zona? Si bien lo miras, todo cuadra. Ten en cuenta que Montes era casi un adolescente cuando pasó todo. Quizá estaba en un momento de confusión y buscaba instintivamente el refugio de la infancia.
—Eso está muy bien como teoría, pero lo que veo difícil es cómo enterarnos de las verdaderas intenciones de Montes. La última carta no llega tan lejos y, si no está su palabra, todo lo demás son conjeturas.
—Ya se verá. Mañana nos juntamos a primera hora para acabar con la lectura y preparamos el viaje.
—Joder, jefe, tan temprano no ... -protestó Claudia.
—¿A las once va bien?
—¿Once y media?
—Menudo morro te gastas. Pero si te retrasas, te dejo en tierra y voy solo a Caldas. Te lo juro.
            Y, saludándole con la mano, vio cómo se incorporaba a su grupo de amigos, que ya se apresuraban a salir con el resto del público. La actuación había terminado. Todos parecían satisfechos. Sonreían, bromeaban, comentaban detalles escogidos mientras fuera les recibía la noche más estrellada y profunda que había visto desde hacía tiempo. Una brisa encendida suavizaba los efluvios del tráfico y daba como un abrazo íntimo, una incitación a callejear que le parecía a la vez melancólica y provocativa. Tampoco a él le apetecía volver tan pronto. Eran las dos de la mañana y no tenía sueño ni obligaciones. Así que decidió prolongar un poco la velada.